Redacción: Guicel Garrido
El director mexicano Alfonso Cuarón fue el genio detrás de Harry Potter y el prisionero de Azkaban, considerada por muchos como la mejor película de la saga. La cinta, que adaptó la tercera novela de J. K. Rowling, destacó por su tono más oscuro y una estética más realista, marcando un punto de inflexión en la franquicia. Aunque ahora es un ícono de la pantalla grande, Cuarón dudó seriamente en aceptar el proyecto, pero su amigo y colega, el aclamado cineasta Guillermo del Toro, fue quien lo convenció.
En un episodio que Cuarón recordó en el Festival de las Ideas de Puebla, del Toro lo confrontó por su arrogancia al dudar en dirigir la película. Ante el desinterés inicial de Cuarón, quien cuestionaba cómo podría imprimir su sello personal en un mundo ya creado por el director Chris Columbus, del Toro le lanzó una contundente frase: “Eres un pinche pendejo arrogante de mierda. Vas a ir directamente a comprarte el libro, y lo lees. Te hablo mañana”. Las palabras de su amigo lo hicieron recapacitar y lo motivaron a tomar el proyecto.
Una vez al mando, Cuarón demostró su visión con un método poco convencional para conectar a los protagonistas con sus personajes. Les pidió a Daniel Radcliffe, Emma Watson y Rupert Grint que escribieran un ensayo sobre sus roles desde una perspectiva en primera persona. La respuesta de los actores reflejó la esencia de sus personajes: Emma Watson (Hermione Granger) entregó un trabajo detallado de 16 páginas, Daniel Radcliffe (Harry Potter) una hoja, y Rupert Grint (Ron Weasley) no se acordó de hacerlo. Este ejercicio no solo les sirvió a los actores, sino que le permitió a Cuarón entenderlos mejor.
El trabajo de Cuarón en la tercera entrega de Harry Potter redefinió la estética y el tono de la saga, logrando un filme que, años después de su estreno, sigue siendo uno de los favoritos de los fans. La película, que está en reestreno en cines, marcó un antes y un después en el desarrollo de la historia y es un claro ejemplo de cómo la influencia de un amigo puede cambiar el rumbo de un proyecto cinematográfico, convirtiéndolo en un verdadero clásico.
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