Isidro H. Cisneros
@isidrohcisneros
La violencia política ha sido el componente más destacado del actual proceso electoral. El país se ha teñido con la sangre de los 32 aspirantes o candidatos a puestos de elección popular que han sido asesinados. Esta práctica criminal ha alcanzado ya a la Ciudad de México. El atentado perpetrado la noche del sábado contra Alessandra Rojo de la Vega, candidata opositora a la Alcaldía Cuauhtémoc, cuyo vehículo recibió seis impactos de bala mientras ella se dirigía a una reunión, se suma a los hechos ocurridos hace apenas unos días contra Karen Quiroga, candidata a la Alcaldía Iztapalapa, cuyo domicilio particular fue allanado por la policía capitalina después del homicidio de una persona en las cercanías. Llama poderosamente la atención que ambas son candidatas de la coalición opositora que postula a Santiago Taboada.
A ello se suma el frecuente uso faccioso de las instituciones de procuración y administración de justicia contra los opositores como ha sido evidente durante los últimos tiempos, además de detenciones arbitrarias y selectivas de líderes de organizaciones civiles como aconteció, primero con la activista Diana Sánchez Barrios, dirigente histórica del comercio popular y una de las primeras prisioneras políticas del actual gobierno, y más recientemente, con Evelia Díaz Martínez, dirigente de los comerciantes en la Merced, quien hace pocos días fue detenida acusada de narcotráfico. Casualmente ambas líderes han expresado abiertamente su apoyo al candidato opositor a la Jefatura de Gobierno CDMX.
Martí Batres debe clarificar inmediatamente las motivaciones de la violencia política ejercida contra las candidatas opositoras y castigar con todo el peso de la ley a los autores materiales e intelectuales de los ataques sufridos. De no ser así, la presunción cada vez más generalizada sobre la intervención del gobierno local en el proceso electoral cobrará fuerza.
Por si no bastara con la preocupante injerencia del crimen organizado en los procesos electorales de diferentes lugares del país a través de asesinatos, agresiones y amenazas, financiamiento de campañas, imposición de candidaturas, movilización o inhibición del voto a conveniencia, sin faltar en ocasiones, la alteración de la votación directamente en las casillas; ahora debemos incorporar en los análisis la grosera intervención gubernamental en los procesos político-electorales. La intromisión de los gobiernos en las elecciones es más peligrosa que la actuación de los criminales, porque socava directamente los fundamentos de la convivencia democrática.
Recordemos que la violencia de Estado se fundamenta en el poder, en la fuerza y en la ostentación de la autoridad. Es la “potestas” de la violencia institucional legítima que se distingue de la violencia personal directa. La organización, la sistematización y la aceleración de la represión contra los adversarios políticos es una característica de la violencia de Estado. Muy frecuentemente, a los opositores se les acusa de traidores a la patria que merecen un castigo. Es la violencia “utilizada por la República” en contra de sus adversarios para asentar su dominación sobre el temor y el miedo. Ella aparece cuando se concretiza la percepción de una amenaza que afecta a quienes detentan el poder. Un riesgo que solo puede ser neutralizado con medidas expeditas.
No debemos permitir que la violencia política mantenga el protagonismo que hasta ahora ha ostentado en nuestra vida pública.
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