Miguel Tirado Rasso
“Para hacer la declaración de validez y
de Presidente Electo de los Estados Unidos
Mexicanos, o para declarar la nulidad de tal
elección, la Sala Superior deberá sesionar con la
presencia de por lo menos seis de sus integrantes.”
(Art. 187, LOPJF)
Las elecciones presidenciales del 2 de julio de 2006, quedaron registradas en la historia del país como las más competidas. La victoria correspondió al candidato del PAN, Felipe Calderón, sobre el candidato de la Coalición por El Bien de Todos (PRD, PT y Convergencia), Andrés Manuel López Obrador, por una mínima diferencia de poco menos de 250 mil votos (.56 por ciento). El resultado fue rechazado e impugnado por la coalición de izquierda, alegando fraude electoral, que no pudo probar.
La resolución del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación que declaraba válida la elección, reconociendo el triunfo del candidato panista, fue calificada por el candidato derrotado López Obrador, como “una violación al orden constitucional y un verdadero golpe de Estado.”
18 años después y con motivo de su sucesión presidencial, Andrés Manuel López Obrador, vuelve a hacer alusión a un posible fraude electoral y a la amenaza de un golpe de Estado, solo que las condiciones y circunstancias son muy distintas a las de 2006. Ahora, López Obrador está del otro lado de la mesa. Es el jefe de Estado y de Gobierno, el mismo que, desde la tribuna presidencial, denuncia a la oposición de estar tramando estas acciones, con apoyo del Poder Judicial y las autoridades electorales.
Un golpe de Estado técnico, le llama, porque en una guerra sucia, refiere, los jueces le impiden ejercer su derecho a la libertad de expresión y, muy activos, afirma, están elaborando una lista de todas las infracciones que cometa durante el desarrollo de las campañas electorales, y tener elementos, especula, para decretar la nulidad de la elección presidencial.
Una declaración temeraria, sin duda, porque acusa al Poder Judicial, sin mayores elementos de prueba, de estar coludido con la oposición política en una conspiración en contra de su gobierno. Y todo porque, en ejercicio de sus funciones, las autoridades electorales han dictado medidas cautelares en su contra por sus múltiples y frecuentes violaciones a los ordenamientos constitucionales que obligan al jefe del Ejecutivo a actuar con neutralidad e imparcialidad en el proceso electoral.
La ley prohíbe a los funcionarios públicos, incluyendo al presidente de la República, a intervenir a favor o en contra de partidos o candidatos, además ordena la suspensión de toda propaganda gubernamental durante el período de las campañas electorales. Pero, según se ve, el Primer Mandatario no está dispuesto a respetar estas prohibiciones, porque las considera una censura que atenta contra su libertad de expresión.
En sus mañaneras, en Palacio Nacional o en sus giras por los estados de la República, el Primer Mandatario, insiste en hacer propaganda a sus obras de gobierno, el Tren Maya, la refinería de Dos Bocas, sus programas sociales, así como a exaltar la figura de su candidata presidencial, Claudia Sheinbaum, y, de paso, darle raspones a la oposición y a su candidata, Xóchitl Gálvez. El presidente defiende sus dichos alegando que es su derecho de réplica, su libertad, y cuestiona la regla que le impide hablar de campañas y elecciones.
Pero la autoridad electoral tiene otros datos. La magistrada presidente del Tribunal Electoral, Mónica Soto, aclararía sobre el particular, que los impedimentos en tiempos de campañas no están relacionados con el ejercicio de la libertad de expresión sino con las responsabilidades de los servidoras y servidores públicos, y “eso aplica para todos.”
Alguna preocupación flota en Palacio, pues, no obstante los optimistas números de las encuestas, tan favorables a la candidata oficial, según se pregona, lejos de cuidar el proceso para un final feliz, sin dudas ni impugnaciones, se incurre en evidentes violaciones a la ley, como si de lo que se tratara es de dejar abierta la posibilidad para reclamar la anulación de la elección, en caso de una catástrofe morenista.
No quisiéramos pensar mal, pero a quien le toca validar la elección presidencial, realizar el cómputo final y declarar al ganador de la elección presidencial es a la Sala Superior del TEPJF. Para cumplir con esta responsabilidad, la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, establece que: “Para hacer la declaración de validez y de Presidente Electo de los Estados Unidos Mexicanos, o para declarar la nulidad de tal elección, la Sala Superior deberá sesionar con la presencia de por lo menos seis de sus integrantes.” (Art. 187, LOPJF)
El detalle está en que, desde hace cinco meses, la Sala Superior opera con sólo cinco magistrados de los siete que deberían integrar el pleno, por haber concluido su período dos magistrados, en octubre del año pasado. Corresponde al Senado hacer los nombramientos, en donde Morena tiene mayoría y su bancada actúa con la línea de Palacio. Por lo visto, a alguien no le corre prisa para designarlos, a pesar de que estamos a menos de tres meses de la elección, lo que, inevitablemente, genera un sospechosísimo de otros datos.
Si la candidata del oficialismo se llegara a tropezar en la final, siempre se podría impugnar la elección alegando que no hay autoridad legalmente constituida que la valide ni para realizar el cómputo final ni para declarar presidenta electa. ¿Tan mal se ven las cosas desde Palacio?
Marzo 20 de 2024
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