Redacción: Ximena Zarahi Moreno Luna
De las calles a los museos, de los talleres a las fiestas masivas: el Volkswagen Sedán sigue vivo en la identidad mexicana a más de 20 años de su último adiós.
Cuando en 2003 salió de la línea de producción el último Volkswagen Sedán fabricado en Puebla, un mariachi tocó en vivo para despedirlo. La escena podría parecer una exageración cinematográfica, pero ocurrió tal cual: México no dejaba ir solo a un automóvil, sino a uno de los objetos más queridos de su historia reciente. El famoso “vocho”, pequeño, resistente, accesible y con una personalidad casi humana, había tejido un vínculo emocional profundo con el país desde mediados del siglo XX.
Su historia es tan singular como su forma de escarabajo. Diseñado por el checoslovaco Ferdinand Porsche,quien desarrolló más de 380 modelos, el vehículo fue concebido originalmente como el “auto del pueblo alemán”. Sin embargo, en México encontró un destino distinto: convertirse en el coche del pueblo mexicano por excelencia. Llegó en 1954, el mismo año en que el príncipe Alfonso von Hohenlohe abrió la primera distribuidora oficial de Volkswagen en la capital. De 618 unidades vendidas ese año, la cifra escaló a 6,378 en 1963, y la popularidad solo seguiría creciendo.
Mientras Alemania dejó de producirlo en 1978, México mantuvo viva la línea durante casi tres décadas más. Entre los años de mayor auge, en el país se fabricaron 1 millón 691 mil 542 vochos, una cifra que explica por qué este pequeño automóvil se volvió parte del paisaje cotidiano. Era tan común como una taquería abierta de madrugada, una tiendita de esquina o el bullicio de los mercados.
El vocho era económico, duradero, fácil de reparar, ahorrador y tan sencillo como ingenioso. Para muchos, fue el primer auto familiar; para otros, el compañero de trabajo; para varios, la herramienta de servicio o el transporte infalible que aguantaba todo: subidas, baches, tráfico y tiempo. Pocos objetos han alcanzado un nivel de democratización tan amplio y tan afectivo. Su presencia era tan familiar que parecía tener personalidad propia.
Tras su despedida en 2003, México hizo aún más evidente el cariño acumulado. La cultura visual lo adoptó como ícono: desde la obra Cosmic Thing de Damián Ortega, un vocho suspendido, desensamblado pieza por pieza, hasta el célebre Vochol, cubierto con chaquiras wixaritari que narran su cosmovisión. También surgió el “vocho teotihuacano”, intervenido con miles de piedras como obsidiana, jade y cuarzo para rendir homenaje a la iconografía ancestral.
A esto se suma el Día Mundial del Vocho, cada 22 de junio, cuando miles de dueños se reúnen en caravanas, exhibiciones y festivales en diferentes estados del país. Más que un automóvil, el vocho es memoria colectiva: un objeto que, sin pretenderlo, se volvió un símbolo emocional que acompaña la historia contemporánea de México.

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