Redacción: José Manuel Rueda Smithers
O retomando el viejo arte de controlar las mentes
Desde que existe el poder, existe la necesidad de justificarlo. Los reyes, los dictadores y los gobiernos de cualquier signo han recurrido a un arma más eficaz que los ejércitos: la propaganda. Ese lenguaje diseñado para moldear la percepción colectiva, manipular emociones y convertir la obediencia en virtud.
Cultura Impar recibió muchos comentarios para hablar del tema de la propaganda. Ahí va:
En la Roma imperial, los césares mandaban esculpir su rostro en cada moneda. No era una cuestión estética: era un recordatorio de quién mandaba. En el siglo XV, la imprenta de Gutenberg -que liberó en algo el pensamiento- fue usada también para imponerlo. Los panfletos religiosos, las bulas papales y los edictos reales inundaban Europa con la misma intención: convencer, someter, dirigir.
El siglo XX elevó la propaganda al rango de ciencia. Goebbels, ministro de Hitler, comprendió antes que nadie que una mentira repetida mil veces se vuelve verdad. Su manual de manipulación se aplicó luego en todos los continentes, sin importar ideología. En la Unión Soviética, los murales mostraban obreros felices bajo la hoz y el martillo. En Estados Unidos, los carteles de “I want you” con el rostro severo del Tío Sam apelando al patriotismo.
El objetivo sigue siendo el mismo: que la gente crea, sin preguntar.
Durante décadas, los regímenes autoritarios controlaron los periódicos, las radios y las televisoras. La información bajaba en cascada, desde el poder hacia el pueblo. Pero el siglo XXI trastocó las jerarquías.
Las redes sociales parecían, en un inicio, la gran promesa de la libertad. Cualquiera puede opinar, denunciar, organizarse. Sin embargo, esa misma horizontalidad se volvió su trampa. Hoy la propaganda ya no se impone: se infiltra. Llega disfrazada de meme, de video gracioso, de tendencia. No busca imponer un discurso único, sino fragmentar la realidad hasta que nadie sepa qué creer.
Los nuevos propagandistas no necesitan tanques ni censura. Les basta con algoritmos. Son capaces de segmentar audiencias, manipular emociones, fabricar indignaciones instantáneas. Y lo hacen con la complicidad involuntaria de millones de usuarios que comparten sin pensar, que opinan sin informarse, que reaccionan sin reflexionar.
Los gobernantes de hoy, autoritarios disfrazados de demócratas, manejan el juego. No necesitan callar a la prensa si pueden saturar las redes. No requieren prohibir la crítica si pueden ahogarla entre rumores. El exceso de información se convierte en una forma de silencio. Mientras la gente discute, se distrae o se indigna por lo trivial, el poder avanza sin resistencia.
La propaganda moderna no promete un paraíso ni exige sacrificios: ofrece pertenencia. Te dice que tú eres distinto, que tú sabes la verdad, que los demás están engañados. Divide para dominar, pero ahora con emojis y hashtags. El resultado es una ciudadanía ensimismada, más pendiente de su imagen que de su entorno, más preocupada por tener razón que por buscarla.
Y así, en pleno siglo XXI, el control vuelve a ser eficaz. Los viejos métodos siguen ahí, disfrazados de novedad. El mural se volvió pantalla, la consigna se volvió tuit, y el aplauso colectivo se mide en likes y eso engolosina.
El problema no es que los poderosos sigan manipulando; eso lo han hecho siempre. El problema es que las sociedades modernas, en su aparente libertad, se han vuelto más fáciles de engañar. Ya no se necesita censura para imponer una mentira: basta con distraer.
La propaganda, al final, no sobrevive por la astucia del poder, sino por la comodidad de quienes prefieren no pensar. Y mientras la gente siga mirando su reflejo en la pantalla, el viejo arte de controlar las mentes seguirá más vivo que nunca.
Eso sí, cuesta y mucho.
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