Redacción: Ximena Zarahi Moreno Luna
Dos historias, un solo símbolo. Entre diosas prehispánicas y corazones coloniales, el pan de muerto revela su sabor más antiguo.
Cada noviembre, el aroma a flor de cempasúchil y el dulce perfume del pan de muerto anuncian que los difuntos están por regresar. En México, el Día de Muertos no es solo una fecha, es una fiesta al recuerdo, una muestra de amor que trasciende el tiempo. Y entre velas, altares y papel picado, hay un protagonista que nunca falta: el pan de muerto.
Aunque hoy lo disfrutamos con chocolate caliente o café de olla, su historia va mucho más allá de la repostería: tiene raíces que mezclan la espiritualidad indígena y la influencia europea. Existen dos versiones sobre su origen, y ambas son tan fascinantes como misteriosas.
La primera se remonta al México prehispánico, donde los pueblos indígenas rendían homenaje a la diosa Cihuapipiltin, una figura temida y venerada que representaba a las mujeres que morían durante el parto. Para honrarla, elaboraban panes en forma de mariposa o rayo, hechos con amaranto y pan ázimo, que ofrecían para mantenerla apaciguada y alejar enfermedades. Era un ritual de respeto y protección hacia la vida y la muerte.
La segunda versión surge con la llegada de los españoles. Al descubrir los sacrificios humanos que realizaban los mexicas, donde se ofrecían corazones aún latiendo a los dioses, los colonizadores decidieron reinterpretar esa tradición. Sustituyeron el sacrificio por un pan de trigo cubierto con azúcar roja, simbolizando el corazón ofrecido, pero sin derramar sangre. Así nació una nueva manera de honrar la muerte, más “cristianizada” pero igual de simbólica.
Con el paso de los siglos, el pan de muerto evolucionó. En el centro de México adoptó su forma más popular: un bollo redondo cubierto de azúcar blanca, con tiras de masa cruzadas que representan los huesos del cuerpo humano y una bolita central que simboliza el cráneo. En otros lugares, el pan toma forma de persona, mariposa o incluso calavera, mostrando la enorme diversidad cultural de nuestro país.
Hoy, más que un postre, el pan de muerto es una promesa de reencuentro. Su sabor nos recuerda que, en México, la muerte no se teme: se celebra, se canta y se saborea.
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